Hay aires de celebración, los supermercados, las tiendas y la tele están llenas de rosas, promociones y fotos de modelos con niños que no son sus hijos. Pero, sin embargo, caemos en esa vorágine de frases lindas y terminamos comprando más regalos que para navidad, para todas las madres que conocemos.
Y como todos mis lectores saben, soy hija y también mamá. Hoy les contaré sobre eso.
No me crié con mi vieja, por cosas de la vida se tuvo que ir con mi padre a Santiago. Él sufrió un grave accidente por lo que debió pasar largo tiempo hospitalizado y en rehabilitación, yo me quedé en Iquique con mi abuela y ella llegó cuando yo tenía 6 años. Tenía una forma de vida, conceptos e ideas súper distintas a las de ella, no me interesaba mucho lo que tuviera que decir, no le hacía mucho caso, prefería estar más con mi abuela. Con los años las cosas cambiarían.
Quizás esa distancia con ella, hicieron qu fuera súper independiente, desapegada de la familia. A los 13 años fui a vivir con unos tíos a la cuarta región, regresé a los seis meses pero no precisamente porque extrañara mi casa.
La relación con mi mamá cambió cómo a los 16, aunque suene cursi y ultra trillado, viví el EJE (sí, ese mismo que “tenís que vivirlo”), ahí la relación pasó a ser más de amigas. Yo no vivía con ella, así que la confianza era mayor. Le confié casi todos mis secretos (Una es joven, no puede contar todas sus cosillas).
Creo que a ambas siempre nos afectó esa distancia que sin querer se formaba entre nosotras, ella tenía su mundo aparte con mis hermanas chicas y yo tenía un espíritu aventurero y no podía estar en un solo lugar sin aburrirme rápidamente. Ejemplo de ello es que al salir del colegio fui a estudiar a una universidad en Antofagasta (De haber tenido más recursos, habría ido más lejos). Tenía 18 años y creía que era la dueña del mundo.
Desde ahí en adelante me hice amiga de los viajes, cada vez que podía regresaba a casa a ver a mis amigos y mi familia. En ese tiempo la relación con mi vieja se hizo más estrecha. Lloraba cuando la dejaba en el terminal de buses con esa carita de pena. Era su hija mayor, su orgullo, su penita.
No habían pasado ni 3 años desde que me había ido, según yo, para siempre de Iquique, cuando nos enteramos que mi mamá tenía cáncer de ovarios. No recuerdo bien la sensación que tuve, lo único que recuerdo es que sentí la necesidad de volver. Mis hermanas aún eran chicas y no podía dejarlas vivir todo esto solas.
Dentro de la preocupación de la enfermedad de mi mamá, seguía vanagloriándome de mi libertad de tomar mis trapos y mandarme a cambiar donde quisiera. Siempre se lo decía a mis hermanas que ya eran mamás antes que yo. Tengo los mejores recuerdos de cuando fui a Antofa a ver aDos Minutos con mi mejor amigo. Fue un fin de semana del terror.
Pero la libertad llegó a su fin abruptamente. En octubre de 2007 Andrés (el que te visita cada mes) no apareció. La posibilidad de un embarazo era la última dentro de todas las posibles causas del retraso. Con el pasar de los días, un examen de sangre confirmó mis más imposibles sospechas, tenía dos meses de embarazo y el padre de la criatura era mi ex. Brígido.
Meses después nació la Emiliana, una rubia maravillosa, con su llegada esa libertad tan mía se fue a las pailas, no podía ni ir al baño porque me necesitaba a toda hora. A las semanas del nacimiento de la Emi, mi mamá volvió a enfermarse. Quizás esperó a que naciera mi hija, quizás la enfermedad se manifestó justo en ese momento; lo único que sé, es que de un día para otro me convertí en madre e hija a tiempo completo.
Costó mucho eso de tener que cuidar a mi hija y a mi mamá, muchas veces me enojaba con la vida por lo injusta que estaba siendo conmigo. Reconozco que soy muy apegada a Dios, y en ese tiempo mis oraciones iban siempre enfocadas a que se durmiera una para pasar tiempo con la otra. A una la tendría muchos años conmigo, a la otra el cáncer le estaba quitando la vida.
Cuando le conté a mi mamá que estaba esperando a la Emi se enojó muchísimo, no entendía por qué una vez más se repetía la historia. Tiempo después, cuando la enfermedad la consumía, dijo una frase que nunca olvidaré: “Ya sé porque la Emi llegó a nuestras vidas… para que no te quedes solita cuando yo me vaya”. Lloré toda la noche abrazada a mi pequeñita.
El mismo día en que mi hija cumplía 4 meses de vida, mi vieja, luego de una agonía de 3 días, perdía la pelea contra un cáncer que la acosó durante 4 largos años. Hasta ese día mantuve la esperanza de un milagro, desde ese día mantengo la esperanza de volverla a ver algún día.
De ella no tengo ningún recuerdo material, sólo guardo en mi corazón la alegría de haber estado con ella hasta el final y la pena de no haberla aprovechado mejor, por culpa de esas ansias de libertad. También atesoro tantas vivencias de cuando ella, siendo padre y madre a la vez, se las ingeniaba para trabajar, hacer las tareas con mis hermanas y hacer deporte.
Ya sin mi mamá y con la Emi aún pequeña, mis alas fueron perdiendo fuerza. Creí que nunca más podría hacer las cosas que hacía antes, eso de escapar cada vez que podía, eso de vivir al límite. Ahora vivía, pero por alguien más. De a poco comprendí que la Emi me necesitaba y era una fuente de amor inagotable, que siempre estaría conmigo.
Crecí junto con ella, aprendimos a conocernos, a entendernos y sobre todo aprendí a amarla como una prolongación de mí. Así con el pasar de los años, hoy en que está a pocos meses de cumplir 3 años, redescubrí en ella mi libertad.
Con ella soy libre de criar a mi manera, bajo mis reglas, con mis principios y valores. Soy libre de tomarme una cerveza o dormirme temprano si quiero. Somos libres de escaparnos de esta ciudad cada vez que podemos. Soy libre de elegir seguir siendo madre soltera, porque me fue impuesto por la vida hace 4 años atrás y hoy quiero que ese estatus no cambie.
Porque fui hija libre, hija dedicada, madre a tiempo completo y hoy comparto mi libertad con una hermosa hija; puedo decirles que no hay arrepentimientos por lo realizado, que no es una tortura reconocer que soy madre soltera, porque tengo un pedacito de mí que me acompaña en todo momento, me sigue en todas mis aventuras, es mi cómplice y mi cable a tierra. Gracias a ella hoy puedo decirme “Felicidades”.
A través de esta columna quiero extender un saludo a todas las lectoras que al igual que yo, disfrutan la dicha de ser madre, a mis hermanas, tias, amigas y a esa señora que desde el cielo mira orgullosa, feliz porque sus enseñanzas al fin dan buenos frutos. Mamita, al fin aprendí lo que sin palabras me trataste de enseñar. Feliz día allá en el cielo.